NARRATIVA
la dama blanca en busca del lado erótico de la luna
Isidro Toledo Vaquero
La Dama Blanca deambulaba por el bosque envuelto en la penumbra de la noche. Su figura etérea parecía flotar sobre la hierba, sus pasos ligeros no dejaban huella alguna. Su vestido, en cascada de organza y seda blanca, reflejaba la luz pálida de la luna llena, creando una aura de misterio a su alrededor.
Desde tiempos inmemoriales, la Dama Blanca había escuchado leyendas sobre el lado erótico de la luna. Se decía que, en ese rincón oculto del satélite, los secretos más profundos de la pasión y el deseo eran revelados a aquellos lo suficientemente audaces para buscarlos. Impulsada por una mezcla de curiosidad y anhelo, decidió embarcarse en una búsqueda que la llevaría más allá de los límites de lo conocido.
A medida que avanzaba, el bosque se hacía más denso y oscuro, los árboles, altos y antiguos, susurraban entre sí en un lenguaje olvidado por los hombres. Su espíritu era valiente y su corazón estaba lleno de determinación. Atravesó claros iluminados por la luna, cruzó ríos plateados y ascendió colinas empinadas, siempre con la mirada fija en el cielo nocturno. Finalmente, llegó a un claro en lo más profundo del bosque, donde la luz de la luna parecía más brillante y pura. En el centro del claro, un círculo de piedras antiguas rodeaba un lago cristalino. La superficie del agua reflejaba la luna con una claridad asombrosa, como si fuera un espejo mágico. La Dama Blanca supo que había llegado al lugar indicado; se acercó al borde del lago y, con un gesto delicado, tocó la superficie del agua. Un temblor recorrió el aire, y la imagen de la luna se distorsionó, revelando un portal. Sin vacilar, la Dama Blanca se sumergió en el lago, siendo transportada instantáneamente a un lugar desconocido. Emergió en un paisaje onírico, una mezcla de luces y sombras, donde el aire estaba impregnado de aromas dulces y embriagadores. Frente a ella se erguía una luna inmensa, mucho más cercana de lo que jamás había imaginado. Sus cráteres y montañas eran visibles a simple vista, y su luz tenía un matiz cálido, casi dorado.Mientras avanzaba, la Dama Blanca sintió una presencia a su alrededor, una energía que pulsaba con un ritmo sensual. La luna parecía vibrar con cada uno de sus pasos, respondiendo a su propia esencia. En ese momento, comprendió que el lado erótico de la luna no era un lugar físico, sino una experiencia, una conexión íntima con la naturaleza misma de la pasión y el deseo.La Dama Blanca cerró los ojos y permitió que la energía lunar la envolviera. Cada fibra de su ser se llenó de una sensación de placer y plenitud. La luna la acariciaba con su luz, despertando en ella emociones y sensaciones que nunca había conocido. En ese éxtasis lunar, la Dama Blanca se fusionó con la esencia de la luna, encontrando en su búsqueda no solo respuestas, sino también una parte de sí misma que siempre había anhelado descubrir.Cuando finalmente abrió los ojos, se encontró de nuevo en el claro del bosque, junto al lago cristalino. La luna brillaba en lo alto, y aunque su apariencia era la misma, la Dama Blanca sabía que algo había cambiado para siempre. Había tocado el lado erótico de la luna y había sido transformada por su poder. Con una sonrisa serena y el corazón lleno de nuevas sensaciones, emprendió el camino de regreso, sabiendo que la magia siempre estaría con ella.
"El Eco del Placer"
Por José Luis Ortiz Güel
El sol caía lentamente sobre la bahía, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y púrpuras. En la cima de una colina, se erguía una antigua mansión victoriana, sus torres y gárgolas vigilando silenciosamente la costa. En su interior, los ecos de risas y susurros resonaban a través de sus pasillos vacíos, ahora llenos de nuevos secretos.
Clara y Alejandro se habían conocido en una fiesta de amigos comunes. Desde el primer encuentro, la chispa entre ellos fue innegable. Su relación había florecido rápidamente, marcada por una intensidad que ambos encontraban casi abrumadora. Decidieron pasar un fin de semana juntos, alejados del bullicio de la ciudad, en la mansión que Alejandro había heredado de un viejo pariente.
La primera noche en la casa fue mágica. La habitación que escogieron tenía un gran ventanal que ofrecía una vista panorámica del océano. La luz de la luna se derramaba sobre ellos, iluminando sus cuerpos desnudos mientras se exploraban mutuamente con fervor. Cada caricia, cada beso, era una promesa de placer eterno.
Alejandro trazaba con sus dedos los contornos del cuerpo de Clara, haciendo que su piel se erizara. Ella se arqueaba bajo su toque, sus gemidos ahogados por los labios de él. El tiempo parecía detenerse mientras se entregaban completamente a la pasión que ardía entre ellos. La noche se consumía en un torbellino de susurros y deseos satisfechos.
Sin embargo, mientras la madrugada se acercaba, Clara comenzó a sentir una inquietud inexplicable. En medio de su éxtasis, le parecía oír algo más en la habitación, un susurro casi inaudible que no provenía de ellos. Abrió los ojos y miró a su alrededor, pero no vio nada fuera de lo común. Atribuyó el sonido a su mente hiperactiva y se obligó a relajarse.
Pero los susurros persistían. A medida que las primeras luces del alba se filtraban por la ventana, Clara se dio cuenta de que no estaba soñando. Los susurros eran reales, y parecían venir de las paredes, del suelo, del aire mismo. Se sentó en la cama, sintiendo una repentina ola de pánico.
"Alejandro, despierta", susurró, sacudiéndolo suavemente.
Él abrió los ojos con dificultad, aún envuelto en el sopor de la pasión y el sueño. "¿Qué pasa?", murmuró, su voz ronca.
"Escucha", dijo Clara, sus ojos llenos de miedo.
Alejandro se quedó en silencio, aguzando el oído. Al principio no oyó nada, pero luego los susurros comenzaron de nuevo, más fuertes esta vez, como si las paredes estuvieran conspirando contra ellos. Se levantó de la cama, con el cuerpo tenso, tratando de localizar el origen del sonido.
"Debe ser el viento", dijo, intentando tranquilizarse y tranquilizarla.
Pero Clara no estaba convencida. Había algo en esos susurros que la inquietaba profundamente, algo que resonaba en sus huesos. "No es el viento", replicó, su voz temblando.
Los susurros se intensificaron, convirtiéndose en murmullos de muchas voces hablando a la vez, una cacofonía de palabras incomprensibles. La temperatura en la habitación cayó de repente, y ambos sintieron un frío glacial que parecía emanar de las paredes mismas.
"Alejandro, tenemos que irnos", dijo Clara, su pánico creciendo.
Pero antes de que pudieran moverse, las luces parpadearon y se apagaron, sumiendo la habitación en una oscuridad opresiva. Los murmullos se transformaron en gritos desgarradores, y la mansión entera pareció cobrar vida, vibrando con una energía malevolente.
La puerta del dormitorio se cerró de golpe, y Clara gritó, su voz ahogada por el rugido de los gritos que llenaban la casa. Alejandro corrió hacia la puerta, pero no pudo abrirla. "¡Está bloqueada!", exclamó, golpeando la madera con desesperación.
Clara se acurrucó en la cama, su cuerpo temblando incontrolablemente. Los gritos se mezclaban con risas crueles, y una sombra oscura comenzó a materializarse en la esquina de la habitación. Era una figura alta y delgada, con ojos brillantes que parecían perforar el alma.
"¿Quién está ahí?", gritó Alejandro, retrocediendo hacia la cama.
La figura no respondió, pero se deslizó lentamente hacia ellos, su presencia llenando la habitación con un terror palpable. Clara sintió que el aire se volvía pesado, dificultando su respiración. La figura se detuvo al pie de la cama, sus ojos ardientes fijos en ellos.
"¿Qué quieres?", susurró Clara, sus palabras apenas audibles sobre el estruendo.
La figura no habló, pero alzó una mano huesuda, señalando a Clara. Un frío paralizante la envolvió, y sintió como si su vida estuviera siendo succionada por un pozo sin fondo. Alejandro intentó protegerla, pero fue arrojado hacia atrás por una fuerza invisible, estrellándose contra la pared.
La sombra se acercó más, y Clara sintió una desesperación indescriptible. Era como si todas sus fuerzas la abandonaran, dejándola a merced de esa entidad oscura. "¡No!", gritó, luchando por mantenerse consciente.
Pero la figura solo se inclinó hacia ella, sus ojos ardientes llenando su visión. Clara sintió una oleada de oscuridad inundar su mente, y todo se volvió negro.
Cuando volvió en sí, la habitación estaba en silencio. La figura había desaparecido, y Alejandro yacía inmóvil en el suelo. Con un esfuerzo titánico, Clara se arrastró hacia él, su corazón latiendo con un terror que nunca antes había experimentado.
"Alejandro", susurró, sacudiéndolo suavemente.
Pero él no respondió. Su piel estaba fría al tacto, y sus ojos abiertos y vacíos reflejaban el horror de sus últimos momentos. Clara se derrumbó sobre él, sollozando, su mente rota por el miedo y la pérdida.
La mansión estaba en silencio ahora, pero Clara sabía que el mal aún estaba presente, acechando en las sombras, esperando su próxima víctima. El eco de los gritos y risas aún resonaba en sus oídos, un recordatorio de la oscuridad que había despertado.
Y mientras el sol nacía sobre la bahía, Clara entendió que jamás escaparía del eco del placer que se había transformado en un terror sin fin.
Mi final será mi principio
Por Soraya Castaño
Se acaba de levantar, espero que no me oiga, me miro en el espejo del armario donde estoy escondida y veo los signos de la paliza que me dio en la noche. Veo una mujer joven y con la belleza perdida, una joven muerta en vida, veo tanto dolor en esos ojos que me devuelven la mirada… Ya se fue la belleza de la mujer enamorada, el brillo de la piel que indica que tu sistema baila en armonía con el universo. Ese hombre que grita, ése que me prometió amor eterno, cuidarme y respetarme en la salud y en la enfermedad, era mi mundo y ahora mi infierno, mi purgatorio en esta vida, el hombre al que amé y al que ya solo le tengo miedo, ése qué me esta matando poco a poco. Me llama, tiemblo, ya sé lo que viene... me está buscando, lloro en silencio, tengo miedo, mis lágrimas son como pequeños diamantes dentro de los oscuro cardenales qué me regaló anoche. ¿Dónde estás? -me pregunta. Yo gimoteo en silencio pero no contesto. -Cuanto más tardes en venir peor será tu castigo -me grita. Creo que me voy asfixiar tengo tanto miedo que no puedo respirar... pero guardo silencio. -Estoy enfadado cuando te vea te voy a matar - empieza a buscarme como un loco, oigo su respiración, se acerca, veo su sombra al acecho, tiene un cuchillo, empiezo a rezar. Esta vez me va a matar. -Sabes que te quiero, pero te mereces todo lo que te haga, ayer te maquillaste y eso no me gusta.... ¿quieres a otro hombre? tú tienes la culpa de lo loco que me pones-me gritaba él. Ayer me arregle para él, muy poco casi nada, no se notaba, él buscaba escusas para todo, si no era el maquillaje era la ropa, si no que tardaba mucho, todo para él era un problema. Lo noto más cerca y empiezo a hiperventilar, esta vez está muy enfadado y el cuchillo que tiene no me gusta... Pero sigo escondida, mi móvil se rompió cuando me tiró y me golpeó, me escondió las llaves. Llevo toda la noche soñando como escapar, quiero que acabe esto, mira hacia donde estoy y tiemblo, cuando abre el armario me mira y veo lo que él está viendo; una mujer en los huesos, casi no puedo comer del miedo que tengo, blanca como una muerta que es como me siento, la cara rota a consecuencia de los golpes que con tanto amor me dio noche, mi ojos color del cielo hundido y sin vida. Se hinca de rodilla y me pide perdón, no volvería a hacerlo. Sé que lo hará otra vez, pero no voy a desperdiciar está oportunidad, hago como que lo perdono, como si nada hubiera pasado y cuando se confíe, huiré, me iré y ya no me volverá a ver más. La vida es corta y hermosa y yo la voy a vivir sin él, solo espero que mi destino no sea morir antes de escapar
Aquella muchachada del 78
Wilson Rogelio Enciso
Ese lunes 27 de marzo quedó impreso con letras indelebles en las membranas de nuestras existencias.
Cuarentaicinco años hace de esto y, de verdad, ¡carambas!, es increíble que quienes quedamos de aquella entusiasmada muchachada del 78 lo evoquemos con la intensidad y la emoción de entonces… y hasta más, en algunos casos. Como me ocurre y sé que a otros tantos que me gustaría mencionar les pasa igual.
Sin embargo, si digo el nombre de alguno sería injusto dejar de mencionar el de todos los integrantes de aquellas dos escuadrillas, la D y la E, cada una de tres elementos en las que nos agruparon.
Cómo olvidar mi número de reseña: E108, entre los últimos, ¡los carretos!, por mi estatura.
Ese día, casi todos acompañados por algún familiar, con una para nada fácil historia social a cuestas, ¡tan parecidas todas!, llegamos maleta en mano con la ilusión y la resolución de dar un paso inmenso hacia la esquiva oportunidad de construir un futuro algo mejor, no solo para nosotros. Sabíamos que nuestros seres amados así lo tenían fincado en sus guardadas esperanzas.
Ellos confiaban ciegamente en nosotros como la base del progreso, no solo del nuestro, también, el del entorno familiar.
Casi todos lo logramos, hicimos nuestra parte en la medida de lo posible; con algunas excepciones pintadas con el ebúrneo pincel de la nostalgia social que, en ese entonces, incluso ahora, se empeña en quitarle el crisol al arcoíris.
Durante esos dos años de academia en nuestra amada e inolvidable alma máter: ¡ay, mi ESUFA bella!, ¡cuántas historias bonitas, así como otras tantas difíciles se nos presentaron y tuvimos que sortear! ¡Cuánto aprendimos y de esto la mayoría vivimos o nos sirvió para todo lo que nos propusimos y construimos!
Capítulo aparte merece reconocer que allá se forjó el valor inmortal de la solidaridad, el respeto por la institucionalidad, el amor por la patria y la sociedad. Lo que aún nos mantiene unidos y atentos para, llegado el caso, salir en su defensa; estemos donde estemos, en grupo o en soledad, en las buenas o en las no tanto.
De aquella época y posteriores años de reservado como abnegado servicio quedaron infinidad de anécdotas que guardamos en las insondables profundidades de nuestros corazones y entresijos; ¡hoy viejones, algunos remendados y otros sentenciados por el bisturí! Si las contáramos o escribiéramos saldrían cuartillas y cuartillas, además de hacerle aguar los ojos a cualquiera con cada una. Como la del carreto ilustre Eliberto Gerena; la de nuestro bastón mayor Fernando Alzate; ni qué decir la de William Vargas, entre otras tantas de Aeroamigos que partieron a lontananza a la siga de Ícaro.
De allá, de ESUFA, amén de la inspección de los zapatos brillantes, la ropa limpia colocada en cuadro, sin arrugas y la cómoda organizada al milímetro, llega al recuerdo esa frase que nos decían como requisito para la ansiada y esquiva salida de fin de semana con la maletica azul aquella:
—¡A la vista pañuelo blanco, peinilla negra, papel higiénico y plata en el bolsillo!
Aunque hoy parezca fácil este último requisito de salida, para más de uno, en aquel entonces, lo de la plata a la vista era el más complejo. Sin embargo, gracias al presuroso y momentáneo préstamo de algún compañero solidario, al fin se sorteaba y raudo corríamos hacia la puerta muralla y de ahí al pueblo para abordar el bus que nos llevaba a la ciudad a vernos con nuestros amados familiares, amigos y queridas novias.
Creo que aún todos llevamos en el bolsillo pañuelo blanco, peinilla negra, papel higiénico y un billetico de reserva en algún rincón recóndito de nuestras billeteras, como nos lo enseñó el sargento Cruz:
—¡Muérganos, por si se les presenta alguna eventualidad! Uno nunca sabe —nos reiteraba cuando formábamos para salir en la inmensa plaza de armas.
¡Ah!, fotografía social de aquella época, indeleble en nuestras almas, de imposible olvido, que nos sirvió para amasar los ingredientes de nuestro futuro, hasta el presente y los días que queden.
Proyectos de vida que para algunos fueron o son más ecuménicos, plausibles, históricos, beneméritos, modestos y hasta recónditos que el de aquel o aquellos. Pero, eso sí, todos bajo el sello inmortal de la amistad que nos granjeó tal época que, si nos tocara repetir esa dura etapa de nuestras vidas, seguro que lo haríamos con gusto.
Hoy, aunque viejos, con pastillas para esto o aquello y controles periódicos en el dispensario donde nos regaña el médico, volveríamos gallardos, frente en alto y pecho de paloma al crisol donde se fraguó, no solo el sello y el galardón inmortal de los Aeroamigos 52-22, en especial, la esencia de lo que ahora somos y dejaremos de herencia para las nuevas generaciones.
—Mientras tanto —como nos lo reitera en sus alocuciones nuestro sempiterno líder Eduardo Yepes—, viajemos, inventemos excusas para reunirnos, porque cada vez seremos y podremos menos. Disfrutemos como sea lo que tenemos… pero, eso sí, por favor, sigamos cuidando nuestro mayor como invaluable tesoro: ¡la salud que es frágil, sobre todo en estas espinudas calendas camino a los setenta!
Palabras conmemorativas, marzo 27 de 2023, Ibagué, Tolima, leídas por Jorge Eduardo Bustos.
Fotos facilitadas por Aeroamigos 52-22, Fuerza Aérea Colombiana.
el eterno silencio
Enrique Vargas Escudero
El eterno silencio del desierto anidado en mi cerebro de pronto se quebró…
Pude percibir el claro, lento y constante golpetear de alguna llovizna sobre algún cercano —supongo— tejado de latón.
Era —por fin— una señal de que aún había vida en mí…
Mis débiles fibras de a poco se despertaban, aunque lentamente.
Una extraña ebullición se creó en mi mente; todo derivó en una caótica confusión.
No tenía una clara certeza de mi existencia: ¿un día?, ¿un siglo?, ¿o era tal vez el producto de una oscura pesadilla que precedía al alba…? ¿Habrá un alba?
De repente, en mi lento retorno, una espantosa laxitud empieza a apoderarse de mi desconocido ser…, la duda se ensaña conmigo.
Tardará aún la inevitable colisión con el mundo.
Erré en creer que las oscuras y fétidas aguas que me envuelven me expectorarían pronto y mis adormecidos ojos captarían colores y brillos.
Retorno a mi infinito silencio…, flotaré a la deriva…, pero lo absurdo, lo irónico y lo cruel es que ni siquiera asoma a mi ser… ¿Mi ser?... La muerte.
EL MONSTRUO DEVORADOR DE VIDAS.
por DAVID FERNÁNDEZ VARÓN.
Un hombre joven con cierto parecido a Johnny Deep en La ventana secreta charla con un hombre mayor con cierto parecido a Harry Dean Stanton en Inland Empire mientras beben una cerveza en una pequeña tasca con encanto en el centro de una gran ciudad. Ya ha caído la noche.
-Pues eso, que necesito escribir un relato de terror y estoy en blanco- Dijo el joven pasándose la mano por el pelo- No se sobre qué monstruosidad terrorífica escribir en esta ocasión-
-Si quieres escribir sobre algo realmente terrorífico y desolador escribe sobre el tiempo- Dijo el anciano dando un trago a su cerveza-
-¿Sobre el tiempo?- Preguntó desconcertado el joven escritor-
-Sí, sobre el paso del tiempo. Eso sí que da miedo de verdad-
-El joven lo miró con una expresión de duda en su rostro y luego tomó un largo sorbo de cerveza- El anciano siguió hablando-
-El tiempo es implacable. Lo cambia todo. Convierte a tus fogosas amantes en recatadas esposas y también justo lo contrario. El tiempo te va dejando sin amigos, poco a poco, y lo peor de todo, acaba con tus seres queridos hasta que un día, en el caso de que no haya terminado contigo antes, te encuentras solo y enfermo, sin nadie que se ocupe de ti. El tiempo es el peor de todos los monstruos imaginables. Créeme. -
El joven miró al anciano con cierto excepticismo y achacó aquel pesimista discurso a los devarios propios de una persona de su avanzada edad. En ese momento saltó un mensaje a su teléfono móvil y tras pedir disculpas a su interlocutor comprobó de quién se trataba.
Era Jane, la fogosa y divertida Jane que se encontraba sola en casa y necesitaba un poco de acción. Su prometido tenía turno de noche y ella no estaba dispuesta a pasarla mirando la tele y cuidando de la gata. Solicitaba urgentemente la presencia del joven escritor-
-Bueno, señor- Dijo el joven estrechando la enjuta y curtida mano del anciano- Tengo que irme. Ha sido un placer hablar con usted y compartir estas cervezas en la cantina -
-Ya, dijo el anciano mirándole fijamente a los ojos. Se que no me crees, chaval. Crees que todo lo que he dicho han sido devarios de un viejo borracho. Pero algún día comprobarás que tenía razón. Sólo espero que sea dentro de mucho tiempo. Disfruta tu juventud-
-Sí, claro. Lo haré. Y tómese otra cuando acabe esa. Invito yo. Buenas noches -
-Buenas noches y gracias - Dijo el anciano levantando su botella a modo de saludo- Es el único placer que me queda-
El joven salió esbozando una leve sonrisa de aquella pequeña aunque encantadora tasca y aligeró el paso para llegar lo antes posible hasta su coche que aguardaba a un par de manzanas de allí. Mientras caminaba pensaba que aquel pobre anciano no había tenido mucha suerte en su vida y que a él no tenía por qué pasarle lo mismo. Tenía un montón de amigos que lo atosigaban todos los días con mensajes y llamadas para quedar, tenía varias amantes con las que podía disfrutar del sexo más placentero, su familia más cercana vivía y su salud era de hierro. Nada podría cambiar aquello.
Mientras conducía a todo velocidad por las calles de la ciudad le saltaron un par de mensajes más al móvil. De reojo pudo comprobar que se trataba otra vez de Jane. Sin apartar mucho la mirada de la calzada intentó leerlos pero no alcanzaba a comprenderlos bien. Entonces, en un segundo que centró su atención en el texto, su coché viró levemente haciéndole chocar contra un vehículo mal estacionado en doble fila y todo se apagó. Su consciencia, y por ende, toda la realidad fueron arrancadas de cuajo.
Lo más complicado fue despegar los párpados adheridos entre sí por una infinidad de legañas secas. Una vez abiertos era como si aún los tuviera cerrados porque no veía nada. Sólo oscuridad. Pero al menos era consciente de esa oscuridad. Poco a poco las tinieblas fueron aclarándose y lentamente aquella especie de niebla blanca dio paso a siluetas y formas. Esas siluetas y formas por fin se conviertieron en cosas que él conocía. Sus pies al final de una cama, una estantería a la izquierda, tubos y bolsas de suero a la derecha y una enfermera y un médico al frente que lo escudriñaban con preocupación.
-¿Cómo se encuentra señor?- Le preguntó el médico con gesto severo- ¿Puede vernos y oírnos? -
El escritor fue a hablar pero notó su boca extremedamente seca. Carraspeó un poco y por fin dijo - Sí, puedo verlos y oírlos - ¿Dónde estoy? -
-¿Por fin despertó! - Gritó emoncionada la enfermera -
-Está usted en el Hospital Health Center de la ciudad - Lleva mucho tiempo con nosotros - Hoy es un gran día para usted. Ha vuelto a la vida -Le dijo el médico sonriendo mientras le cogía la mano -
-¿Mucho tiempo? Preguntó el escritor con cierta preocupación intentando incorporarse en la cama sin conseguirlo -
-Es mejor que no se extralimite. Aún es pronto para ese tipo de esfuerzos- Le recomendó el doctor -
-¿Cuánto tiempo llevo en el Health Center? Preguntó el escritor
La enfermera y el médico se miraron sin decir nada.
-Ya habrá tiempo de hablar de eso, señor - Dijo la enfermera cogiéndole la mano con ternura- Ahora es mejor que descanse un poco-
Al escritor le extrañó mucho que lo llamaran señor. Nunca antes lo habían hecho. Entonces, agarró con toda la fuerza de la que disponía la muñeca de la enfermera-¡ He preguntado que cuánto tiempo llevo aquí!-
La enfermera emitió un leve quejido y miró con gesto incómodo al doctor que fue a liberarla con destreza de aquella mano aún débil por la convalecencia.
-Lleva con nosotros algo más de veinticinco años. Somos el segundo equipo que se encarga de usted. Pensamos que nunca se recuperaría -
-El escritor no podía creer lo que estaba escuchando. No quería creerlo. Una gran angustia le invadió por completo mientras llevaba su mano derecha lentamente hasta su mentón para comprobar que tenía barba. Barba de anciano. De la noche a la mañana tenía sesenta años.
-He perdido veinticinco años de mi vida - Balbuceó sollozando - He perdido veinticinco años - Volvió a decir esta vez rompiendo a llorar - La enfermera se apresuró a suministrarle un tranquilizante-
-¿Y mis padres? - Preguntó antes de que el tranquilizante lo sumiera en un confuso sueño donde unos dioses malvados pasaban su vida veinticinco años hacia adelante a cámara rápida con un mando a distancia mágico mientras se partían de la risa - La enfermera tragó saliva y pasándole la mano por la frente le dijo - Tus padres han fallecido -
Tras cinco días más en el hospital, le dieron el alta con una fiesta a la que acudió todo el personal del centro y la televisión local. El escritor había sido el enfermo más veterano en la historia de la institución. El paciente agradeció las muestras de cariño pero se encontraba profundamente triste. Sus padres habían fallecido mientras él estaba en coma y ahora, se encontraba desamparado en aquel momento en el que volvía a a enfrentarse al cruel y hostil mundo después de veinticinco años fuera de juego. Sus padres podrían ser su mayor apoyo en aquellos duros momentos y ya no estaban con él. Se encontraba muy solo en medio de la multitud.
Mientras caminaba sin rumbo calle abajo rebuscó entre los objetos que le habían devuelto en el hospital. Entre ellos tenía su antiguo móvil. Se preguntó si aún funcionaria aquella antigualla. Había visto el teléfono de la enferemera y el suyo parecía de la edad de piedra. Por suerte, el celador se había ofrecido para cargarle le batería. Ahora era el momento de comprobar si era tan bueno como le prometieron veinticinco años antes en la tienda. Al apretar el botón de inicio este también volvió a la vida dejando atrás unas tienieblas de veinticinco largos años. Se fue directo a la agenda y comenzó a llamar. Quería comprobar cómo de solo estaba de repente.
Jane apenas se acordaba de él. Tras refrescarle la memoria soltó un casi fingido: -¡Dios mío! ¡Me alegro de que estés bien!- Su voz se notaba más cansada y menos sensual de como la recordaba- Luego se aclaró la garganta y dijo: -Me casé con Lou hace veinte años y tenemos dos hijos adolescentes. Ahora tengo que dejarte. Me ha encantado hablar contigo. - El escritor consideró que le había dedicado muy poco tiempo al teléfono para haberse estrellado veinticinco años atrás por ir a hacerle el amor mientras su prometido, Lou, trabajaba como un mulo en su turno de noche. Entonces vinieron a su memoria las palabras de aquel anciano con el que compartió unas cervezas en aquella cantina justo antes de tener el accidente de coche: -"El tiempo convierte a fogosas amantes en recatadas esposas"-
Entonces, sinitiéndose completamente solo y desvalido se preguntó si aquella encantadora taberna seguía abierta tanto tiempo después. Sabía que no estaba lejos y se dirigió hacia allí caminando como camina un anciano. Encorvado, quejumbroso y solo.
Al llegar, comprobó con sorpresa que el negocio seguía funcionando. Empujó la puerta y el inconfundible aroma a tasca le llenó las fosas nasales. Al entrar, se sentó en la barra junto a otro anciano que bebía una cerveza. El camarero le preguntó que iba a beber y el escritor le dijo que lo mismo que su vecino. El anciano que tenía al lado se volvió hacia él y al escritor le pareció muy familiar.
-¿Ha terminado ya su relato, señor escritor? - Le preguntó el demacrado anciano que parecía tener cien años antes de dar un largo trago a su cerveza -
-El escritor, que no podía dar crédito a lo que estaba viendo, esperó a ser servido y, tras dar también un trago a su cerveza, le respondió: - Me pondré manos a la obra cuanto antes. Se lo prometo-
-Me alegra escuchar eso - Dijo el demacrado anciano mientras sonreía - Hoy seré yo quien le invité a esa cerveza -
El ciclista
Por Francisco Morales Domínguez
Contaba con dieciséis años y gozaba ya de una notable trayectoria con un
equipo de ciclismo de una pequeña ciudad agrícola. Desde niño ayudaba a
sus padres trabajando en el campo, aunque su pasión era la bici. En muchos
momentos soñaba despierto, viéndose a sí mismo como un as del ciclismo.
Aún conservaba cara de niño y un cabello lánguido, vaporoso, que le daba
un aire flotante, casi aéreo, en contraste con sus musculosas piernas, que
parecían agarrarle bien a la tierra.
Ganó una carrera en la feria del lugar. Un avispado ojeador de promesas se
fijó en él y fue llenándole la cabeza de pájaros ante un futuro prometedor
en el mundo del deporte a dos ruedas. Acabó creyéndose esas promesas y
envenenándose de soberbia.
Tras su fichaje, se fue a vivir a la ciudad donde, no sin pocas dificultades,
volvió a sobresalir entre sus compañeros. Su éxito se consolidaba a nivel
local: medallas y contratos de publicidad de empresas lugareñas. En poco
tiempo ya estaba en el equipo sénior; sin embargo, la diosa de la fortuna
empezó a darle la espalda.
En el equipo profesional, a la joven promesa llamada a dirigir el conjunto,
lo vieron con malos ojos y pronto le hicieron la cama. Empezó de gregario y
no veía mejoras en su puesto, chupaba más rueda de lo normal y siempre se
tenía que sacrificar por los demás sin sentir a cambio algún gesto de apoyo o
agradecimiento. Solo la falsa promesa de triunfos y el dinero que iba a ganar
le hacían continuar. Tan lejos quedaba ya su vida en su pequeña ciudad.
A veces pensaba si valía la pena haber dejado su anterior vida por la que
llevaba ahora. Siempre intentaba justificarse para no pensar demasiado.
Lo que sí tuvo claro fue que sería más competitivo, se esforzaría más para
que el entrenador se fijara en él. Sin embargo, fue peor el remedio que
la enfermedad: sus compañeros empezaron a verle claramente como un
enemigo, los veteranos no toleraron la osadía y le provocaban, le llamaban
pueblerino, subnormal, analfabeto...
No tardaron en llegar las agresiones físicas: pincharle las ruedas, dejarle
hojillas de afeitar en sus zapatillas. Y así, día tras día, su sueño se
desmoronaba. Y como a cucharadas iba tomando la ingratitud que sentía
la vida le iba devolviendo. Pronto empezaron las inexplicables lesiones
musculares que lo llevaron al ostracismo. El joven no sabía qué hacer, pero
el equipo ya tenía la decisión tomada: expulsión y rescisión de contrato.
El joven cayó en depresión, su ilusión de ser ciclista profesional se había
esfumado. Un día se encontró con un amigo de la infancia a quien hacía
mucho que no veía. Este estaba enfermo y le confesó: «Mi tabla de
salvación está siendo el karma yoga. Podrías probarlo tú también. Serás tú
mismo quien te pongas tu propia disciplina…, aunque antes necesitarás la
orientación de un maestro».
Pensó que podría ser buena idea. No tenía nada que perder y, según le había
contado su amigo, podía darle algo que necesitaba: seguridad en sí mismo.
Con el yoga podría trabajar la parte física, mental y espiritual. Las posturas
(asanas) le fortalecerían los músculos, dándole flexibilidad al cuerpo.
Cuando su cuerpo se volviera más flexible, la mente también.
Se sintió tan liberado con el yoga que decidió viajar hasta la India. Allí
un yogui le dijo que todo estaba en la mente. Sus lesiones, poco a poco,
se curarían si tomaba unas yerbas, practicaba la meditación y llevaba una
alimentación ovolactovegetariana que le harían sentir una gran energía y
salud, y le mantendría altas las defensas.
Y así fue. Se sentía como nuevo. Tres meses después, volvió a su pueblo.
Allí hizo carreras notables para sus registros. Quiso volver a su equipo,
pero este no lo aceptó. Aun así, no se amilanó y fue a otro conjunto en el
que realizó unas pruebas, se tragó su orgullo y, como si fuera un novato, por
primera vez logró pasar la prueba. Fue fichado por el equipo que competía
en la liga profesional de ciclismo, pero de menor presupuesto. Poco a poco,
entró en la competición siendo un gregario al que todos admiraban por su
sencillez. Practicaba el compañerismo y la camaradería, y lo trataron como
uno más.
Atrás quedaron los fantasmas del pasado. Llegó el día en que tuvo la suerte
de participar en una importante carrera que logró ganar. Ahora, por fin, su
trayectoria había dado sus frutos, gracias a haber recuperado la seguridad
en sí mismo. Su humildad le había llevado al triunfo y, justo en este punto,
su anterior equipo lo quiso contratar, pero él rechazó la oferta, simplemente
porque ahora era feliz
De lotería y elecciones….
Por José Luis Ortiz Güell
Era un domingo electoral y a Pedro, un hombre ya maduro, presidente de mesa ya echaba en falta su autobús que dejó aparcado sábado para condu-cirlo nuevamente el lunes.
A los ocho de la tarde recibió una noticia en el WhatsApp, le había tocado el premio del euromillón, más de quince millones, después de pagar impuestos.
Seguramente pensó con discreto optimismo que en su vida volvería a condu-cir el autobús de la línea 34. Ni siquiera recordaba el nombre de su benefac-tora, la que le rellenó el cupón a su amable petición y que agradeció su ges-to con un «suerte y que le toque, quien sabe la vida tiene sus milagros».
Una extraña manía, quizás fuese una forma de exculparse en caso de su fra-caso, pero la verdad que le aliviaba y era una vieja costumbre de años. Era una mujer joven de alrededor cuarenta años, alegre, simpática y risueña, quizás se llamase Beatriz, no estaba seguro.
El día de las elecciones se tropezó con ella, cuando iba a votar, pero no lo reconoció. Él sí, pero no le pareció oportuno decirle nada, no era el lugar, ni el momento Además era una de esas tantas personas que habían partici-pado en ese extraño ritual que llevaba años haciendo.
La verdad, es que no, le había impactado especialmente, pero la cobardía siempre busca excusas, la mayoría cobardes y complacientes.
Por un instante, tuvo la tentación de conducir la situación como conducía su viejo autobús, de más de diez años y que tantas confidencias guardaba de su vida. La verdad es que para un conductor de autobuses no era muy difícil entretener a esas damas, algunas tristes, otras afiliadas a los clubes de los corazones solitarios de multitud de APP y redes sociales. Una de esas muje-res que buscan mejores partidos que los que no gobiernan.
A pesar de ello, no era una tarea fácil.
Quizás para Beatriz, las cosas resultasen a las mil maravillas, quien sa-be…Para Pedro aquello que no fue nada más que una jornada de elecciones como otra cualquiera, pues volvió a sus paseos interminables y repetitivos de su línea 34, en lugar de pasear tranquilamente en su nueva vida y cuenta bancaria.
Ella por su parte escribía versos nostálgicos, bien metrados y medidos en los que hablaba de ese hombre que había confiado en ella y quién sabe si algu-nas de las estrofas hacían referencia al transporte público de Zaragoza, bus-cando conmover un corazón de un encuentro nada casual.
Todo fue inútil. Pedro siguió durante años con la línea 34 y con su uniforme arrastrando seres humanos hacia las ausencias con tickets de ida y vuelta, muy distinto de aquella ausencia sin retomo de la que Beatriz escribía en sus versos de su incidental amigo de estanco y casa de loterías.
Fue el - en honor a aquel encuentro inolvidable- quien en 2045 le asigno en el testamento una última dedicatoria y desesperada despedida de tres millo-nes de euros precisamente en el instante final de su vida. Sería allí donde comenzaría la nostalgia, la amargura verdadera de otras muchas tardes electorales, una cada cuatro años, como aquella en la que se reencontró, al azar, con ese desconocido que confió en ella.